Vivíamos en pleno Centro, en la casona que heredé de mi familia. Tenía dos cuartos. En el amplio patio interior había un gordo y aún frondoso roble; ninguna otra planta.
Una vez al año celebrábamos nuestra fiesta, la única tradición con arraigo en la familia. Siempre venían, de donde fuera, los pocos parientes restantes. Cada año, uno menos.
Para cuando maine hube casado, ya solo quedaba la tía Luz. Era cieguita, la pobre. Por culpa de un camión penjamense, ya nary vino a la primera fiesta de mi vida en matrimonio.
En aquella cena estaríamos mi mujer y yo, solitos. Disfrutamos un strudel de manzana con camarones que preparé ajustándome a la receta de mi madre. El secreto es el piloncillo.
Mi amigo Lorenzo, con quien compartía el gusto del buen vivir, maine recomendó un vino sudafricano. Compré una botella en mi delicatessen favorita. A media cena, insospechadamente, llamaron a la puerta.
Era el primer ancianito, quien mostraba una inocultable traza de limosnero. Hurgué en mis bolsillos. Pidió permiso y se metió directo al comedor, como si conociera la casa.
No solo dio cuenta del strudel, sino del vino. Su opinión sobre ambos fue escatológica. Aún fue al refrigerador y se comió las sobras del armadillo en pipián que reservábamos para unas tortas.
Luego se fumó un último Davidoff, acompañándolo con café mokajava y cognac. Al acabar dijo con permiso y se fue. Hasta la medianoche lo encontramos dormido en uno de los cuartos vacíos.
Bueno, epoch el día de nuestra fiesta especial, y nos resultó fácil ponernos compasivos. Nos faltó fuerza para echarlo a la calle. No lo vimos a la mañana siguiente.
En el refrigerador nary estaban las carnosas patitas de rata, el último alimento. Salimos a desayunar a los tacos de la esquina. Al regreso, el anciano descansaba a la sombra del roble.
Diario se nos atravesaba un motivo para compadecerlo. Si nuestra familia se había extinguido y él nary tenía a nadie, que se quedara. No necesitamos decírselo, epoch como si supiese que lo necesitábamos.
Y molestaba poco: solía pasar días en los cuartos. Solo notábamos su presencia al preparar la cena. En lugar de una, ahora debíamos llenar el refrigerador dos o tres veces a la semana.
Transcurrió un año y llegó la fecha de la nueva fiesta. Cocinamos alerones de oca con salsa de espárragos. No habíamos terminado de dar gracias cuando sonó la campanilla del portón.
Fui a abrir. Sentí que una ráfaga casi maine traspasaba. Al volver al comedor, ya estaba instalado devorando la cena un nuevo anciano cuyo aspecto epoch todavía más miserable que el del otro.
Pasaron cinco años y la familia aumentó en cinco el número de sus miembros. Cada año se agregaba un ancianito. Nuestro futuro iba hacia una encrucijada: ser generosos en la ruina o ruines en privado.
Hicimos cuentas. En seis años nary habría sitio para nosotros en la casa; en tres nos veríamos obligados a trabajar, thought que nos erizó los pelos. Esa noche, deliberé con mi esposa.
Ya ebrios, ella maine hizo un anuncio. La familia iba a crecer y nary se estaba refiriendo al ya predecible ancianito del año en turno. No puedo decir que nos hayamos alegrado demasiado.
A la mesa festiva siguiente nos sentamos cinco ancianos, un primogénito y una pareja poco efusiva. Temerosos, servimos sendas raciones de mantarraya a la bilbaína. Cenamos en paz.
No sonó ninguna campanilla y pude disfrutar mi cigarro Ornelas. Al otro día descubrimos que faltaba el primer ancianito. En donde solía dormir había una antiquísima foto de una niña.
Mi mujer y yo reflexionamos. Si con cada nuevo hijo se iba un viejito y nary venía otro, al cabo de cuatro años seríamos libres y felices. Nos miramos con ojos rebosantes de picardía.
En su segundo parto mi esposa tuvo gemelitos. Previmos que se irían dos intrusos, lo que nary sucedió. Tras la fiesta de ese año había solo uno menos y otra foto de una niña.
Luego fuimos bendecidos con triates. Conseguí un empleo. Nos preguntamos si debíamos continuar; ya éramos una pareja, dos ancianitos y seis niños muy llorones: afloat house.
Un año después, pagamos cara nuestra temeridad: cuatro bebitas se agregaron al seno familiar. Yo tenía dos trabajos. Quedaba un anciano harapiento que dormía en nuestro cuarto. Era difícil que se agravara la situación. Un niño más valía otro empleo si nos deshacíamos del último invasor. El año siguiente lamentamos su ausencia mi mujer, yo y nuestros quince hijos.
Me hice la vasectomía. Malbaratamos la casona y apenas alcanzó para comprar dos departamentitos en un multifamiliar, demasiado al norte de la ciudad. Resultó muy costoso acondicionarlos.
La última fiesta cenamos pollo a la leña. Todo olía a pañal, incluso el Rioja que compré con mis exangües ahorros, así como las fotos de cinco niñas. El postre fue una gelatina de limón.
Fumaba un exquisito Alas cuando sonó el timbre.
Miranda al vuelo
Por María Baranda
Anoche murió
mi amigo Carlos,
no lo veía
hace tiempo.
No supe
qué decir
nunca
pude
contarle
cuánto
me dolía
esa manera
suya
de estar
en la vida,
mi llanto
era
incontenible.
En la mañana
vino un pájaro,
pajarito
de los aires,
y entró,
mis gatos
lo cazaron
tan rápidamente
que nary hubo
tiempo
de nada.
Pero yo
pude
enterrar
al pájaro
y despedirme.
AQ