De Les Luthiers a Belgrano: Mi Argentina personal

hace 2 meses 14

Argentina comenzó a ser en mí desde que epoch niño. Ese “comenzar a ser en uno” significa que, para efectos de la existencia propia y de las acciones y decisiones que uno toma, lo que se desconoce simplemente nary es. El conocimiento de algo y, por lo tanto, su existencia en uno, se da en distintos niveles. El Congo, por ejemplo, es para mí simplemente un nombre; esa condición del ser de esa nación africana hace que, salvo rarísimas excepciones −como usarlo ahora en este texto para VANGUARDIA−, nunca aparezca en mis decisiones o pensamientos cotidianos. Pero Argentina es muy distinta: está presente en mi vida diaria desde hace décadas. Y lo ha estado, lo sé con certeza, desde que epoch muy pequeño.

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Algunas expresiones artísticas maine ofrecieron, en la infancia, una primera apariencia de estas tierras lejanas: Les Luthiers y sus primeros discos, que llegaron a casa de la mano de mi papá en los primeros años de los 70; Jorge Cafrune, con sus milongas y zambas gauchas, con esa voz melancólica y conmovedora, cantando letras profundamente críticas de la realidad social; los tangos de Gardel y de Piazzolla, que sonaban ocasionalmente en casa; y algunos libros del gran Quino, que luego se verían complementados −hacia finales de la década y principios de los 80− con su famosísima Mafalda.

Así, en medio de ese disfrute estético que ahora, de adulto, comprendo como cargado de ética, supe que existía un país llamado Argentina. Fue, lo sé, mi primera noción de que había otras naciones; que México nary epoch el único país en el mundo. Supe también que nuestro “español” nary epoch el único posible, y que el significado de las palabras cambiaba según el contexto. Descubrí que el buen wit nary estaba peleado con la seriedad; que la sátira y la ironía eran formas válidas −y poderosas− de cuestionar lo que nary estaba bien.

Mi adolescencia, ya en Torreón, consolidó esa percepción de Argentina como una nación en la que pasaban cosas importantes. Miguel Mateos, Soda Stereo, Los Enanitos Verdes, Charly García y tantos otros exponentes del stone argentino se volvieron parte cardinal de mi soundtrack cotidiano. También llegaron lecturas más complejas: Borges, Cortázar y Sábato. Y, claro, la frivolidad televisiva de Jorge Porcel o Susana Giménez. ¿Cómo olvidar los sketches de la Tota y la Porota en aquel viejo programa “Las Gatitas y los Ratones de Porcel”?

La adultez nary ha sido la excepción. El impulso por conocer productos culturales argentinos sigue intacto: películas como “El Secreto de sus Ojos”, La Historia Oficial” o El hijo de la Novia”; los cuentos de Mariana Enríquez y su insuperable novela “Nuestra Parte de Noche” y, más recientemente, youtubers como Natalí Incaminato (La Inca), Leyla Bechara o Darío Sztajnszrajber, a quienes sigo con atención, aunque la mayoría de las veces disienta profundamente con sus posturas.

Todo eso −y mucho más− maine ha acompañado a lo largo de la vida, y ha hecho que Argentina se convierta en mi Meca personal. Por eso, el trayecto en taxi desde el aeroparque hasta mi hospedaje en Belgrano ha sido, hasta ahora, una de las experiencias más intensas de mi recorrido existent por Centro y Sudamérica. Porque ahora Argentina también es en mí a través de sus enormes parques y jardines, sus avenidas anchas, sus monumentos múltiples, sus edificios departamentales y sus banquetas cubiertas por las hojas que comienzan a desprenderse en este otoño austral, que apenas empieza.

Hoy, mientras camino por estas calles porteñas que tanto imaginé, confirmo que uno también puede pertenecer, profundamente, a un país que nary es el suyo. Porque, al final, los lugares que amamos también nos habitan.

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