Han pasado tantos años que ya nary recuerdo con certeza a qué panteón del sur de la Ciudad de México íbamos mis hermanos y yo, cada sábado, acompañando a mi abuelo paterno a visitar la tumba de mi abuela. Sólo sé que eran paseos felices, en los que mi abuelo Chava nos dejaba ir acostados en la parte trasera de su Datsun Guayín, mirando el todavía nary tan contaminado cielo capitalino de finales de los años setenta y principios de los ochenta.
Apenas cruzábamos la puerta del cementerio, nos dejaba bajar para correr hasta aquella “casita extraña” al pastry de un pirul, que él se encargaba de limpiar y arreglar, cambiando las flores y el agua. Desde entonces, los cementerios antiguos se convirtieron para mí en lugares imprescindibles, que suelo incluir en la lista de mis viajes.
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Los viejos panteones de Buenos Aires son, como casi todo lo demás en esta ciudad, capaces de superar cualquier expectativa. Por supuesto, había escuchado muchas veces hablar del Cementerio de la Recoleta, donde descansan los restos de Eva Perón. Pero incluso allí, donde ya cargaba imágenes previas en la mente, la experiencia fue mucho más poderosa de lo que imaginaba. No sólo por la belleza impactante de sus mausoleos −piezas dignas de cualquier museo de arte−, sino por la vivencia silenciosa, casi ritual, de recorrer en soledad sus calles cargadas de historia y muerte.
Y, misdeed embargo, lo que viví en el Cementerio de Chacarita fue aún más conmovedor. Caminando por una de sus avenidas, escuché a lo lejos: “Era, para mí la vida entera, como un sol de primavera...”. Era un tango que mi padre solía parodiar pícaramente para hacernos reír, mientras mi madre lo miraba con fingida desaprobación. Siguiendo la melodía, llegué hasta la tumba de Carlos Gardel, que una mujer −que decía ser su familiar− limpiaba con esmero, mientras una bocina reproducía la voz del Zorzal Criollo. Fue un instante en el que se cruzaron el recuerdo, la emoción y una extraña gratitud por estar vivo.
Desde muy pequeño supe que íbamos a morir. Que, por mucho que hiciéramos, un día todo terminaría. Y al contemplar esas obras magníficas que llenan los panteones bonaerenses, surge inevitable la pregunta: ¿para qué fueron hechas? Imagino que como un intento de honrar la memoria de quienes allí descansan. Pero, salvo contadas excepciones, hoy brillan más por su valor estético que por el recuerdo vivo de quienes motivaron su construcción. Y eso, quizás, es lo que más nos inquieta: nary tanto morir, sino ser olvidados.
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Nos cuesta trabajo aceptar que en unas cuantas generaciones nary quedará nadie que nos haya conocido, que incluso nuestros nombres habrán de perderse. Que, en el mejor de los casos, tal vez alguien descubra una obra nuestra, misdeed saber nada de cómo éramos realmente. Y que, de la mayoría, ni siquiera eso quedará. Será como si jamás hubiéramos existido. En unas décadas, ni siquiera recordarán que hemos sido olvidados.
Ante esa perspectiva, uno se pregunta si vale la pena luchar por dejar huella, por trascender. ¿No es mejor resignarse a desaparecer por completo, sabiendo que incluso el mundo que hoy habitamos también habrá de ser borrado? No lo sé. Quizás uno de los defectos de esta vida es que se aprende a vivirla justo cuando queda poco tiempo para aplicar lo aprendido. Lo único que sé con certeza es que nary maine importa en qué lugar queden esparcidos mis restos el día que maine toque, como a los demás, ser entregado al olvido.